BY ANTONIO ARGANDOÑA
Posted on julio 28, 2019
Leo una breve pero jugosa entrada del prof. Marc de Menestrel, que me lleva a glosar sus palabras sobre la corrupción.
La luchas contra la corrupción no va de separar las buenas personas de los corruptos, porque todos somos más o menos corruptos -ya he explicado otras veces que los que critican a los políticos corruptos suelen pedir las facturas sin IVA. Ser consciente de que yo soy también malo es el primer paso para entender qué está bien y qué está mal, sin engañarme a mí mismo, y, por tanto, para poder buscar remedios a mi falta de ética.
Tampoco es algo reciente: corrupción, dice de Menestrel, la ha habido siempre y, mientras los seres humanos seamos capaces de error y maldad, la seguirá habiendo, porque la tentación está ahí, cada día. Lo que hacemos, a menudo, es decir que lo nuestro no es corrupción, lo que nos lleva inmediatamente a bloquear la posibilidad de reflexionar sobre qué es la corrupción y sus causas, o sea, a no encontrar un remedio para el problema.
Tolerancia cero con la corrupción no es la solución. Y esto no quiere decir que nos rindamos a ella: hemos de hacerle frente, pero entendiendo que hay situaciones complejas, en las que los criterios pueden no estar tan claros.
Abandonemos el «business case» en favor de la lucha contra la corrupción, es decir, el argumento de que ser honrado siempre produce beneficios, también económicos. Porque lo que estamos haciendo es defender la razón misma por la que existe la corrupción: poner mis intereses por delante de las reglas de la ética. Empezar poniendo los principios por delante -la corrupción es mala- es un medio para comportarse bien, con la esperanza de que, si todo funciona bien, al final incluso ganaré más gracias a esa estrategia.
Reconocer que las cosas son complejas es un medio, dice de Menestrel, para tener conversaciones «de adultos», dice, sobre la corrupción. «Esas conversaciones son urgentemente necesarias hoy, cuando la anticorrupción amenaza con convertirse en el riesgo de ser corrupta, al convertirse en una máscara moralística que nos impide mirar a la cara las realidades desagradables».
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