Otra manera de ver la empresa

La empresa es una realidad muy compleja, que puede ser contemplada desde muchos puntos de vista. Los filósofos, por ejemplo, han tratado de explicar cómo se las apañaría Aristóteles si tuviese que dirigir la General Motors. También la teología ha hecho incursiones en el mundo de la empresa, dentro de la doctrina social de la Iglesia.

Como economista, siempre me ha interesado tratar de entender esas ‘otras maneras’ de entender la empresa, porque me descubren unos fundamentos que van más allá del mercado y de las transacciones y que, por tanto, me llevan a conclusiones que, a veces, me obligan a volver a pensar las que me ofrece la economía.

El pasado 5 de julio tuve ocasión de escuchar una de esas aportaciones. Su autor era Mons. Fernando Ocáriz, profesor emérito de Teología y Prelado del Opus Dei, que, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, participó en un Congreso sobre La empresa y sus responsabilidades sociales que tuvo lugar en el IESE, la Escuela de Dirección de esa Universidad, que celebra este año el 60º aniversario de su fundación.

Una comunidad de personas

Los economistas solemos decir que la empresa es una red de contratos, un participante en el mercado, un capital en busca de rentabilidad… Mons. Ocáriz la miraba desde otro ángulo, como una comunidad de personas que se unen para conseguir un propósito común, que es la satisfacción de otras personas mediante la producción de bienes y servicios. Con eficiencia, porque es una institución económica.

“La empresa es –señaló Mons. Ocáriz en su conferencia – una expresión de la sociabilidad de la persona, que necesita la relación con otras personas para satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, para dar sentido a su trabajo, para prestar un servicio a los demás y a la sociedad y, en definitiva, para conocerse a sí misma y alcanzar así su plenitud como persona y como hijo de Dios”.

Y añadió: “La empresa es una comunidad de personas que sirve a otras personas dentro de una sociedad de personas; solo después de considerar esto tienen cabida los capitales, las instalaciones, la tecnología y las realidades jurídicas”. Una vez sentado ese fundamento, las consecuencias empiezan a fluir. Su función social se deriva de la libertad y de la capacidad creativa de las personas: ese es el origen de la visión humanista y cristiana de la empresa. Por tanto, es evidente que la empresa es un ámbito privilegiado para el ejercicio del trabajo humano… Con razón afirmaba san Juan Pablo II que “el principal recurso del hombre es, junto con la tierra, el hombre mismo”, invitándonos a levantar el punto de mira, más allá de la técnica, el dinero, la organización o la eficiencia.

“La función de la empresa en la sociedad, hay que buscarla en el servicio a la persona, que es a la vez el destinatario, el promotor, el creador y el realizador de todo lo que llevan a cabo nuestras organizaciones. Porque, al mismo tiempo que la persona domina la naturaleza, fabrica cosas y genera riqueza, se hace a sí misma: se realiza y se desarrolla… Tenemos aquí todos los componentes de la función social de las empresas: las personas, el propósito u objetivo que las mueve, la dirección del proyecto, y la inserción en el amplio ámbito de la sociedad en la que participan, a la que sirven, de cuyos recursos se nutren y a cuya prosperidad contribuyen”.

Trasvase de prestaciones

Profundizando en esa dimensión humana de la empresa, Mons. Ocáriz señalaba que, más allá de lo que dice el contrato de trabajo o el convenio colectivo, el trabajo de las personas en la empresa es “un continuo trasvase de prestaciones. Se recibe mucho, no solo un salario, una felicitación por el desempeño o unas posibilidades de promoción, sino también conocimientos, capacidades, relaciones, amistades… Y, al mismo tiempo, se da mucho: tiempo, esfuerzo, atención, ilusión, conocimientos, experiencias… De modo que hasta los más egoístas, que quizás concibieron su trabajo exclusivamente como un medio para satisfacer sus intereses personales, acaban sirviendo a los clientes, ayudando a sus colegas, esforzándose por mejorar el rendimiento de los talentos que Dios les dio”. Y concluía: “la empresa es, sin duda, una gran transformadora de personas… para bien, o para mal”.

Esta manera de ver la empresa no es algo utópico, idealizado, aunque a menudo tengamos que juzgar con crudeza tantos comportamientos materialistas y egoístas. El actual Gran Canciller de la Universidad de Navarra recordó una reunión que el primer Gran Canciller, san Josemaría Escrivá, tuvo con empresarios en la misma sede del IESE en Barcelona en 1972, en una época en que la empresa no gozaba de buena prensa, al menos en España. “A los que tenéis que manejar cuartos, os miran con recelo. Yo no… A vosotros os debe la sociedad esa cantidad de puestos de trabajo que creáis. El país os debe la prosperidad. A vosotros os deben, tantas gentes, esta promoción de la vida nacional. Hacéis, por tanto, una labor muy cristiana”.

Pero después de esos elogios, San Josemaría les recordaba sus deberes: “No olvidéis el sentido cristiano de la vida. No os gocéis de vuestros éxitos. No os sintáis como desesperados si alguna cosa fracasa”. A continuación, Mons. Ocáriz recordó también: “Cuando en aquella reunión de 1972, un antiguo alumno preguntó a san Josemaría cuál es la primera virtud que ha de esforzarse en adquirir un empresario, respondió inmediatamente, como algo que tenía muy asumido: ‘La caridad, porque con la justicia sola no se llega (…) La justicia sola es una cosa seca; quedan muchos espacios sin llenar’. Y añadió; ‘pero no hables de la caridad: ¡vívela!’”.

Lugar de convivencia

Unos años después, Benedicto XVI decía algo parecido en la encíclica Caritas in veritate (n. 6): “La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo ‘mío’ al otro; pero nunca carece de justicia… No puedo ‘dar’ al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde”.

Ya casi al final de su conferencia, Mons. Ocáriz se dirigía a los empresarios y directivos que le escuchaban en el Aula Magna del IESE: “No hay que olvidar otras tareas fundamentales habitualmente encomendadas a un manager, como planificar, organizar, mandar, coordinar y controlar. Pero esas tareas también tienen lugar siempre mediante relaciones interpersonales. La empresa es, en última instancia, un lugar de convivencia, y esta depende de todos, pero principalmente de los que la dirigen. De ahí la necesidad de que los dirigentes tengan muy presente que toda persona es importante, no sólo ni principalmente por lo que aporta a la empresa, sino por lo que es en sí misma. Si esto es así desde una perspectiva simplemente humana, más decisivo es para una perspectiva específicamente cristiana… con palabras de san Josemaría: ‘Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no es un hombre o una sociedad a la medida del Corazón de Cristo’”.

Antonio Argandoña
Profesor Emérito, IESE Business School