Dinero impaciente, directivo indecente
Es innegable que la vejez supone una etapa repleta de desafíos inevitables. El declive físico, cierto deterioro de las capacidades cognitivas, el aislamiento social, la propensión a enfermedades, etc. Todo ello genera un impacto perjudicial en el bienestar de los mayores. A ello hay que añadir las pérdidas afectivas, la dificultad para reintegrarse en la sociedad y la disminución de recursos económicos.
Ante este panorama se hace necesario saber procesar los cambios que trae el cumplir años. Dicho procesamiento emocional debería ir acompañado de un apoyo social y mucha motivación interna para apreciar el presente. Para lo cual se hace indispensable poseer un dominio de la inteligencia emocional.
Sin embargo, muchos de nuestros mayores no expresan las emociones que les producen algunas situaciones a las que se tienen que enfrentar en esta etapa vital. Tampoco saben controlar y seleccionar la calidad de sus pensamientos, permitiendo que pensamientos irracionales o negativos inunden su vida.
Educar en inteligencia emocional implica hacerlos conscientes de cómo los pensamientos influyen en sus emociones y directamente en su salud. Pero también significa aportarles recursos para que aprendan a ser flexibles a los cambios y no perder la ilusión de trabajar en su desarrollo personal.
Por otra parte, conviene destacar otro factor de suma relevancia a la hora de comprender y atender al mundo emocional de las personas de edad avanzada. Nos referimos a la tendencia social actual de percibir el envejecimiento como una etapa de mera decrepitud o incompetencia. Sin duda, este fenómeno sociocultural, propio de las sociedades modernas, también puede generar un impacto emocional destructivo en los adultos mayores.
En efecto, el edadismo y la marginación social de los ancianos repercuten negativamente en su psique y su autoestima. A menos que sus emociones estén saneadas y ellos sepan contrarrestar esta presión social con una inteligencia emocional inexpugnable.